20 y 21 de de Noviembre,20,00 horas
Auditorio San Francisco
Día 10 de Noviembre,
20,30 horas, Palacio de Congresos de Cáceres
1.
Ludwig van Beethoven. Sinfonía nº 7 en la mayor op.92 (1811-12)
Poco sostenuto – Vivace
Allegretto
Scherzo
Allegro con brio
2.
Franz Joseph Haydn. Misa “in tempore belli” “en tiempos de guerra” (1796) *
Isabel Monar, soprano
Marina Rodríguez-Cusí, alto
Víctor Sordo, tenor
Sebastià Peris, barítono
Coro de Cámara de Extremadura. Directora, Amaya Añúa
Víctor Pablo Pérez, director
El tercer concierto de la temporada rememorará, con la Misa “in tempore belli” de Haydn, la guerra que hubo entre Austria y Francia tras la Revolución Francesa. El periodo que va entre 1789 y las Cortes de Cádiz se completará con la Séptima sinfonía de Beethoven, una obra que resuelve brillantemente los conflictos que plantea.
En los albores del Romanticismo
Cuando en 1811 Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770 – Viena, 1827) afronta la escritura de su 7ª Sinfonía en la mayor Op.92 habían pasado casi 20 años de sus estudios con Haydn, cuya obra está sin duda detrás de sus dos primeras obras en el género. Luego vino la Eroica, con la que Beethoven revolucionó el concepto mismo de la música sinfónica, y desde entonces ya nada fue lo mismo. El compositor había presentado conjuntamente en un memorable concierto del 22 de diciembre de 1808 sus Sinfonías 5ª y 6ª, y parece que casi enseguida empezó a concebir la siguiente, pues algunos apuntes de la 7ª se remontan a 1809. El auténtico trabajo de redacción tuvo lugar en cualquier caso entre 1811 y mayo de 1812.
El estreno en la Universidad de Viena tuvo que esperar al 8 de diciembre de 1813, en un concierto en beneficio de los soldados bávaros y austriacos heridos en la batalla de Hanau en el mes de octubre y en el que la obra estrella no era la sinfonía, sino La batalla de Vitoria, obra escrita específicamente para la ocasión por Beethoven y, en opinión de muchos aficionados y expertos, una de sus más flojas composiciones sinfónicas. La 7ª volvió a interpretarse públicamente cuatro días después con extraordinario éxito de público, que obligó a repetir íntegro el segundo movimiento. La obra no se publicó hasta diciembre de 1816, en una edición tan llena de erratas que Beethoven reaccionó indignado con una carta en la que entre otras lindezas espetaba al responsable de la publicación: “Ha tratado al público con insolencia, y un autor inocente está padeciendo las consecuencias en su reputación”.
La Séptima está dominada por la pulsión rítmica, esa que llevó a Wagner a la extravagancia de bailarla en su último invierno en Venecia mientras Listz la tocaba en una reducción para piano. Corresponde también a Wagner la definición de la obra como “apoteosis de la danza”, una alusión que no puede ser entendida literalmente, pues en sentido estricto no hay temas danzables en una sinfonía de naturaleza puramente abstracta, lo cual anula también todas las metáforas novelescas que sobre ella muchos insinuaron, incluidos algunos maestros tan insignes como Schumann, que llegó a imaginar la obra como la descripción sonora de una boda. Edouard Schuré ha apuntado que el universo de la danza que recrea Beethoven no pertenece al mundo popular ni al cortesano, sino que remite a una danza antigua, mitológica, abstracta, inmortal “en su fuerza audaz y en su fiera belleza”.
El primer movimiento (Vivace) viene precedido por una introducción (Poco sostenuto), procedimiento clásico, haydniano, que Beethoven había usado en sus primeras sinfonías y abandonado en las dos últimas. La introducción es muy extensa (“larga y pomposa”, escribió Berlioz) y está marcada en su inicio por una serie de acordes que empiezan a fijar los polos tonales de la obra: do y fa, a la misma distancia de la tonalidad principal de la. Un cambio de ritmo (de 4/4 a 6/8) marca la entrada del Vivace, en el que el tratamiento de la forma sonata es muy singular, no tanto por el retraso de cinco compases hasta la aparición real del primer tema, sino por las riquísimas variaciones que Beethoven introduce en el desarrollo y la reexposición manteniendo a la vez invariable el sentido impulsivo del ritmo, que se alza ya aquí como la columna vertebral de la obra. Ello se reafirma en el segundo movimiento, en el que el compositor renuncia a escribir el habitual Andante: prefiere un tiempo de Allegretto, algo más rápido, para que la obra no pierda su pujanza rítmica. En palabras de Leonard Bernstein, el primer tema, pese a su carácter indiscutiblemente hipnótico, “es una de las melodías más anodinas jamás escritas”, tratándose en realidad de una marcha lenta que se apoya en un obsesivo ostinato; el segundo tema, confiado a clarinetes y fagotes, tiene un carácter más decididamente melódico; mientras que el tercero es expuesto en pianissimo por la cuerda y se desarrolla en forma de sutilísimo fugato. La fascinación que ha causado siempre esta pieza, escrita en la menor, se basa en su levedad un punto nostálgica y extática, que Beethoven consigue a base de contraponer el marcado carácter fúnebre del sencillísimo primer tema con la melodía consoladora que aportan las maderas y el riquísimo juego contrapuntístico de la cuerda. Hacia el final hasta el recurrente primer tema se va desvaneciendo, sobreviviendo solamente la fórmula rítmica.
La brillantez e impetuosidad del ritmo se acentúan en los dos movimientos finales. El Presto, escrito en fa mayor, es en realidad un scherzo doble, pues la alternancia entre el tema principal y el trío central (Assai meno presto) se repite íntegra. El intenso final en fortissimo actúa como una brevísima coda que parece marcar el camino para el Allegro con brio del movimiento conclusivo, que arranca también fortissimo con un doble acento rítmico que va a condicionarlo por completo. Al primer tema, enérgico, poderoso, sigue un tema contrapuntístico y un motivo mucho más ligero, pero que mantiene su carácter fuertemente ritmado. Los continuos sforzandi y los imperiosos acentos marcan el desarrollo, que se basa por completo en el primer tema, extendiéndose hasta la coda, abrupta fanfarria que reafirma el carácter vitalista, dionisíaco, orgiástico de una sinfonía de fuerza irresistible, cuyo desenfreno llegó a desconcertar a muchos de sus contemporáneos, como a Carl Maria von Weber, para quien “Beethoven declaraba [con ella] estar listo para el hospital psiquiátrico”. Divina locura.
La Revolución Francesa pilló a Franz Joseph Haydn (Rohrau, 1732 – Viena, 1809) trabajando aún para el príncipe Nikolaus Esterházy en sus residencias de Eisenstadt y Esterháza. Su vinculación con París había sido notable en los años anteriores con la serie de sinfonías escritas entre 1785 y 1789 para Le Concert de la Loge Olympique del conde d’Ogny. Es también la época de sus importantes series de cuartetos Opp.54, 55 y 64. La muerte del príncipe Nikolaus en 1790 provocaría un cambio notable en su actividad profesional. Anton, sucesor de Nikolaus, no tenía especial aprecio por la música y licenció a casi todos sus conjuntos. Haydn conservó el puesto y el sueldo, pero se quedó sin obligaciones concretas en la corte. En esta situación se trasladó a Viena, donde enseguida le llegaron ofertas muy jugosas, como la que Johann Peter Salomon le hizo para participar en sus ciclos de conciertos londinenses. Al regreso de un primer viaje exitoso a Londres, Haydn pasaría por Bonn donde conoció a un joven pianista virtuoso, muy prometedor, al que aceptó como alumno en Viena. Su nombre: Ludwig van Beethoven.
Tras la vuelta de un segundo viaje a Inglaterra en 1795, Haydn fijaría su residencia de forma casi definitiva en Viena. El príncipe Anton Esterházy había muerto un año antes, y su sucesor, Nikolaus II, recompuso parte de la capilla musical, con cantantes y una pequeña orquesta, pero su interés se dirigía exclusivamente hacia la música religiosa, por lo que mantuvo el estatus independiente de Haydn, obligándolo simplemente a componer una misa anual, concebida para celebrar la onomástica de su esposa. Este es el origen de las seis últimas grandes misas del compositor.
La dedicación de Haydn a la música sacra resultó siempre discontinua. Así, por ejemplo, de sus catorce misas preservadas, las dos primeras son de finales de los años 40, antes de su entrada al servicio de los Esterházy, y las seis siguientes están datadas para diferentes ocasiones entre 1766 y 1782. Son las seis últimas, ya antes reseñadas, las mejor conocidas. Las dos primeras fueron escritas en 1796 sin que haya certeza de cuál nació en primer lugar. Una de ellas fue titulada en latín por el propio Haydn, Missa in tempore belli; es la que en el catálogo de Anthony Hoboken lleva el número Hob.XXII.9. El título hace referencia, claro está, a las guerras napoleónicas, pues fue compuesta en un momento en que las tropas francesas amenazaban el asalto a Viena. Haydn quiso reflejar la inquietante situación con algunos pasajes solistas para los timbales en el Agnus Dei, de donde se deriva el apodo en alemán que ha recibido la obra, Paukenmesse, esto es, Misa de los timbales. La obra sería interpretada por primera vez en Eisenstadt el 29 de septiembre de 1797.
La instrumentación del manuscrito autógrafo incluye oboes, clarinetes (sólo en el Incarnatus), fagotes, trompas (en el Qui tollis y el Incarnatus) y trompetas, todos ellos doblados, además de timbales, cuerda y órgano. Más adelante, Haydn añadió los clarinetes a la mayoría de los números, puso a las trompas doblando a las trompetas y añadió una flauta en el Qui tollis. Un cuarteto vocal y un coro a cuatro partes completan los requerimientos de intérpretes para la obra, que está escrita en la tonalidad de do mayor.
El Kyrie se presenta en una forma sonata monotemática con introducción lenta, tan típica de los primeros movimientos de las sinfonías del compositor. En el Allegro moderato intervienen la soprano y la contralto solistas. El Gloria se divide en tres partes, casi en forma de concierto, con dos extremos en tiempo rápido y un central lento, que es casi un aria de bajo con obligado del violonchelo. El número se cierra con una especie de coda. El Credo se abre con una fuga. Sigue con una sección lenta (Et incarnatus) escrita en do menor, en la que intervienen los cuatro solistas, que se mantendrán ya hasta el final con el Et resurrexit, que culmina en una fuga majestuosa (Et vitam venturi seculi), interrumpida varias veces por los solistas. El breve Sanctus está en forma de adagio, con participación de la contralto solista, a modo de introducción del poderoso Pleni sunt coeli. La sección del Benedictus, prevista para los cuatro solistas, está en tiempo de andante y de nuevo en do menor. La reaparición del Hosanna se hace con una música diferente a la de su presentación. En el Agnus Dei, los timbales y las trompetas justifican de sobra el título de la misa. El tiempo adagio y el cambio a la subdominante (fa mayor) marcan el tono de expresiva plegaria de la pieza, que vuelve a la tonalidad principal y al Allegro con spirito en el Dona nobis pacem, configurado más que nunca como el canto de un anhelo desesperado de paz.